Siempre puedes olvidar

20180617_153534-01

Puedo deslizar
En la oscuridad
Puedo hasta eclipsar
Las luces
Con sólo mirar
Dicen ya entender
Mienten
Porque en el fondo este misterio
Sólo sea esta estrella
Quizás mañana alguien
Viaje para otro país
Lo podremos despedir
Dame amor hasta mañana
Hasta que te quieras ir
Siempre puedes olvidar
Puedo aterrizar sin luces
Puedo aterrizar en la oscuridad
Puedo hasta abrazar las cruces
Es sólo amor
Dices al rezar
Entra
Vamos a dar algunas vueltas por ahí
A mirar de cerca
Quizás mañana alguien
Viaje para este país
Lo podremos saludar
Dame amor hasta mañana
Hasta que te quieras ir
Siempre puedes olvidar

Charly García

Anuncio publicitario

Recalculando

Domingo. 11:30hs. Una vez más la misma postal en Tigre. Debajo de un semáforo de la avenida Cazón se forma una fila de casi tres cuadras de autos esperando la luz verde del giro para doblar: todos en la misma esquina. Puedo presumir que se dirigen al Puerto de Frutos. ¿A dónde si no?
El Puerto de Frutos tiene múltiples accesos, pero todas las personas parecen elegir el camino del semáforo sobre la avenida Cazón que les da luz verde para doblar en la esquina. ¿Por qué?
Encuentro una sola respuesta a esta pregunta: los conduce el GPS. “Siga derecho por avenida Cazón y gire a su izquierda en el semáforo”, mientras la pantalla les enseña el camino a seguir.
¿Desde cuándo nos hemos vuelto tan aterradoramente perturbantes? ¿Acaso somos autómatas que le tememos a lo impredecible, es decir, a perdernos? ¿Y qué hay de la posibilidad de consultarle a algún lugareño por indicaciones? ¿Confiamos más en un aparato? La respuesta es obvia.

Los artefactos tecnológicos buscan, de alguna forma, predecir el futuro. Nos pueden indicar si es preferible salir con paraguas o llevar pantalón corto o, en el caso del GPS, asegurarnos que vamos a llegar exactamente a donde queremos llegar. Pero en el mismo proceso de volver predecible lo impredecible, la tecnología nos está arrebatando algo substancial: el encanto y la “magia” que contiene aquello que sencillamente es imposible prever. Estoy hablando de la posibilidad de perderse en algún lado y estar de pronto en otro lugar, desconocido para nosotros, pero encantado de que eso haya sucedido. (¿Se hubiese podido inventar el dulce de leche si aquella criada hubiese usado microondas para calentar la leche?). La tecnología aniquila esas inimaginables posibilidades.

No estoy planteando el regreso a la caverna. Tan solo señalo una conducta inquietante que vuelve la vida más estática, monótona y aburrida.

Caminemos sin mapa reparando en lo que nos rodea y recalculemos nuestra relación con la tecnología.

Esquela

Hacía ya más de un año que su mujer había muerto y su único hijo no le escribía desde aquél entonces. Su casa parecía más fría desde que aquella enfermedad se la arrancó de su lado. Un silencio impasible que solo se quebraba con el funesto arrastrar de sus pies invadía su hogar. Y es que sus piernas se habían vuelto más pesadas, su columna más rígida y su abatimiento más profundo. Sus ojos se habían ocultado aún más bajo esas grandes cejas que sobresalían de aquél rostro arrugado y enjuto, su brillo se había apagado y no buscaban sino el suelo. El viejo mantel cuadrillé que cubría la mesa de desayuno aún conservaba las mismas migas de pan de aquella eterna mañana. También estaba allí la carta que su hijo le había enviado. A su lado una birome sobre un anotador en el cual se leía tan solo una palabra escrita con perfecta caligrafía: “Hijo”. Probó cientos de veces rellenar aquellos infinitos renglones que le seguían con sentimientos y palabras atragantadas en su pecho pero que nunca se hicieron papel.
Una mañana fría de invierno, tal como lo solía hacer todos los días con excepción de los lunes (estos días gustaba de quedarse en casa leyendo el periódico, aunque últimamente solo se detenía en la sección de clasificados), tomó una bufanda, se acomodó el sobretodo en los hombros y salió rumbo a la plaza con el estómago vacío. Recorrió aquellas dos cuadras muy lentamente acompañándose con un bastón. Hacía un tiempo que ya no salía de casa sin él aunque en verdad no lo necesitaba. Quien lo haya visto andar por la calle alguna vez se habrá esculpido una imagen de anciano maltrecho que en realidad no era tal. Cualquiera que lo haya conocido lo sabe.
Se sentó sobre uno de los bancos de granito en el centro de la plaza. Estaba congelado. Frente a él, un monumento pálido y deteriorado de algún prócer de la nación, indiferente. Poca gente circulaba por la plaza esa mañana. Recordó las mañanas soleadas en Italia corriendo por los campos, rodeado de plantas y largos pastizales. Bajó la cabeza y buscó en el bolsillo de su abrigo un bollo de pan. Lo sacó dificultosamente y le cortó un pequeño pedazo para arrojárselo a unas palomas que andaban por allí revoloteando. Rápidamente éstas se dirigieron hacia donde había caído y se pelearon por pescarlo. A ellas se le sumaron algunas que se acercaron desde la periferia de la plaza y otras que aterrizaron vaya uno a saber desde dónde. Cortó un pedazo más grande que a su vez cortó en pequeños pedacitos para esparcirlos conforme se acercaban más palomas. En su rostro se percibió una combinación de extrañeza con excitación. Sus largos dedos cada vez más acelerados cortaban más pedazos de pedacitos para lanzárselo a un público alborotado que se multiplicaba enardecido. Sus ojos se agrandaron y el latir de su corazón probablemente se haya acelerado. Las palomas habían formado un círculo considerable en el centro de la plaza como si fuera una alfombra viva e inquieta de plumas grises y blancas con ojos y picos en busca de comida. Algunas desfilaban incluso sobre sus pies aunque él no se inmutó. El tumulto invadía y acorralaba al anciano cada vez más sobre su banco a pesar de que éste parecía alegre de lo que acontecía ante sus ojos. Las palomas lo asediaban como si estuvieran enfermas e insaciables de comida y supieran a quién demandarle. Agiatando la alas una de ellas se posó sobre su pierna izquierda y picoteó las migas que cubrían su abrigo. Instantáneamente otras dos subieron al banco para quedarse con lo que había en él. Casi no quedaba del bollo de pan, se lo habían comido todo. Cuando extendió el brazo dispuesto a tirar la última porción, una paloma se precipitó instalandose en él, y otra, y otra. Tres más ocuparon sus piernas, una invadió uno de sus hombros y otra más había conquistado su cabeza. Ya no podían verse sus piernas, tampoco su brazo extendido. Poco después, no podía distinguirse hombre alguno debajo de ese enjambre de palomas gorjeantes.
Aquella fría mañana de invierno encontró la plaza vacía y triste.

Orden de prioridades para ocupar un asiento en transporte público

1) Mujer embarazada o con bebé en brazos

2) Mujer anciana *

3) Hombre anciano *

4) Mujer de cualquier edad

5) Hombre no anciano

(*) Sus derechos sobre el asiento aumentan cuanto mayor es su deteriorio físico. Sirven aquí elementos tales como bastones, bolsos o carteras de principios de siglo XX, etc. que dieran muestra fehaciente y unívoca de su avanzada edad. En ningún caso estos sujetos pueden superar a la primera, con la salvedad de que ésta, en pleno uso de sus facultades, ceda su lugar a otro viajero por razones personales que nos exceden.

Hechas estas aclaraciones, esperemos que en los futuros viajes no se produzcan malos entendidos, miradas amenazantes ni situaciones tensas a la hora toparse con un asiento vacío. Ya no queremos una multitud sedienta e iracunda, no queremos que nos guíen las pasiones, sino que, por lo contrario, será la razón quien arbitre. Somos todos parte de una tabla que nos categoriza, nos segmenta y establece prioridades. Es justa y debemos respetarla.

Si alguien osara infringir lo anteriormente establecido, que a partir de hoy es ley, como viajeros que somos, y dando uso de todos nuestros derechos y facultades, exigimos y decretamos su cumplimiento. En caso de que esto no ocurriere, sancionaremos simbólicamente al usurpador con una mirada desafiante y amenazante que dé muestras del rechazo que su actitud genera a la sociedad en su conjunto.

Un ángel

Ayer morí. En un accidente. Unos balazos; pero no quiero ahondar en el tema. Sí, un garrón. Tenía 16 años; bah, no sé si está bien el uso del pretérito, o acaso debería ser: «tengo 16 años». Como sea, ya no importa. La cuestión es que efectivamente no los puedo vivir. Sinceramente hubiese preferido vivir un poco más. No sé, al menos hasta los 35. Cumplir la mayoría de edad. Tener novia, trabajar; quizá viajar. Siempre quise trabajar estudiando los huesos. ¿Cómo se llaman esos tipos que estudian a los dinosaurios? ¿Antropólogo? ¿Arqueólogo? Bueno, no se. Eso. Recuerdo que cuando lo estudiabamos en la escuela y volvía camino a casa jugaba a buscar restos de dinosaurios enterrados en las calles de tierra. Veía un pedacito de algo que asomaba y yo iba corriendo, ilusionado, fantaseando qué misterios podía llegar a esconderse bajo tierra. Encontré un montón de porquerías: latas de gaseosas, tapas de cerveza, encendedores y hasta un par de anteojos, pero nunca un dinosaurio. Mamá me pedía a gritos que dejara de revolverle todo el patio levantando tierra y haciendo pozos. Pobre viejita, estaba tan cansada y trabajaba tanto. Hace poco vi una foto en la que mamá estaba jóven con mi papá; qué linda era. Creo que yo podría haberme enamorado de ella. A él nunca lo conocí, nunca supe nada. A mamá no le gustaba hablar de él, y yo tampoco me atreví a preguntarle. Sé que en algún momento tuvieron otro bebé, apenitas más chico que yo, pero murió. No hay fotos de eso, pero mamá guarda su ropita de nacimiento en una cajita forrada con lunares arriba del ropero de su cuarto. Se llamó Úrsula la pobrecita. Ella sí que no tuvo oportunidad, el mundo se la llevó justito antes de cumplir el año. Fue por esos días que papá nos dejó y seguimos camino con mamá, aferrados, juntos. Siempre confiando el uno en el otro. Ella es un ángel, y yo… bueno… yo…

Río adentro

No es fácil hacer arrancar el motor, y es que tiene sus mañas. Son cientos de horas de funcionamiento que lo han transportado a lo largo y ancho del delta, de aquí para allá. Sin embargo, él sabe que si no es esto, es lo otro, y si no es eso tiene que ser aquello y, así, en cuestión de minutos logra hacerlo arrancar. Son incontables las horas que ha viajado propulsado por este motor al que cariñosamente llama “El Indestructible”, siempre a bordo de su fiel compañero cuyo nombre está pintado (a pesar de que casi no se lee) sobre uno de los costados: “Calmachicha”, un bote de no más de 3m de eslora y 1,5m de manga.
Hace ya casi ocho años que él y su esposa decidieron dejar atrás la vida en la ciudad y vivir en la isla. Desde entonces las cosas han cambiado bastante, y son momentos como este, navegando solo por la desembocadura del Río San Antonio, próximo a al Río de la Plata, viendo la Ciudad de Buenos Aires de fondo como un decorado teatral viejo y gastado, que flotan en su mente sensaciones de su juventud.
Por supuesto que él ya no es el mismo de aquél entonces, el tiempo ha pasado y el río le ha dejado su marca. Siempre pensó que el río sana y redime; que es triste, pero que la verdadera felicidad está siempre rodeada de tristeza y eso puede verse en sus ojos. Ojos que antaño rebasaban candidez, hoy cambiaron su brillo. Su rostro se ha arrugado y su sonrisa es más dura, pero su temple es más profundo y sincero que el de aquél muchacho. Atrás quedaron trabajos como repartidor de volantes, administrativo en una prepaga, empleado raso en un banco multinacional, recepcionista de un elegante restaurant. Hoy recuerda con cierto humor lo lejos que está de todo eso ¿Acaso habrá sido otra vida? Haroldo Conti siempre repetía: “La vida es una especie de borrador que uno nunca termina de pasarlo en limpio”, y la pucha que tenía razón. Necesitamos tachar, volver a escribir, tirar y empezar de nuevo nuestra historia una y otra vez; una y otra vez.
Se están formando unas nubes negras que vienen del Sudeste, está soplando el viento cada vez más fuerte y se empiezan a sentir las primeras gotas que caen del cielo. Él inclina su cabeza hacia arriba mientras el viento le revuelve apenas el cabello. Toma aire inflando bien su pecho, baja la cabeza y lo libera. Está fresco, enciende un cigarrillo, sujeta la soga de arranque con la otra mano y tira fuerte. El motor enciende. Perfila el Calmachicha río adentro e inicia la vuelta. El bote se aleja lentamente hasta volverse una pincelada imperceptible del cuadro. En casa su señora lo espera con la pava caliente para compartir unos mates amargos al pie de la ventana.

Angustias de papel

– Bueno, señor Bustamante, me gustaría que nos diga por escrito por qué deberíamos contratarlo. A fin de cuentas, usted debería saberlo mejor que nadie. ¿No es cierto? Tome, aquí tiene lápiz y papel. Vuelvo enseguida.

En ese momento bajo la mirada, cierro los ojos un segundo aunque quizá fueron dos. Trato de acomodarme en el asiento. No hay caso, estoy incómodo y prefiero irme ¿qué escribo? Levanto la mirada y luego la poso sobre la hoja, mi cuerpo se abalanza convencido sobre ella pero no así mi cabeza. Ninguna idea, nada. El cerebro está más blanco que la hoja. Me reclino sobre la silla, flexiono un poco la pierna derecha e involuntariamente empiezo a hacerla a temblequear. Si estuviese mi mujer acá me pediría que deje de hacer eso con la pierna, que le molesta. Ella es un ángel, pero qué mal que estamos en casa, necesito este trabajo. Estamos esperando nuestro segundo hijo y casi no podemos mantener a Paulita. Es tan linda mi reina; pero pobrecita, no tiene la culpa de haber sido hija de un tipo como yo. Mi mujer se ofreció a buscar trabajo, pero no. Está loca. Yo tengo que mantener la casa; esa no es una opción. No estoy teniendo buena suerte, pero algo voy a encontrar. Como decía mi madre: lo último que se pierde es la fe. Cómo la extraño a ella, cómo se me fue de golpe. Qué bien me haría sentarme a tomar unos mates con esas tortas fritas que ella hacía. Cómo la extraño y cuánta razón tenía. “Estudiá”, me decía y yo… qué se yo… No soy bueno para esto, no me salen las palabras. No sé expresarme muy bien así. El papel, la oficina, la formalidad de este lugar; me intimida. Algo tengo que inventar, pero ¿Cómo explico la angustia que se siente cuando llego a mi casa después de miles de entrevistas y sin ninguna buena noticia? ¿Cómo explico los ojos tristes de mi mujer después de que la nena se va a dormir? ¿Cómo se escriba la vergüenza que se siente pedirle plata prestada a su hermano porque yo no puedo conseguir? ¿Cómo explico lo estéril que me siento, lo inútil? ¿Hay palabras que puedan describir esto? Qué mal me siento, por favor. No puedo, creo que estoy por llorar. Trato de retenerlo y ser fuerte pero no hay caso. Tengo ganas de golpear la mesa y gritar, llorar, y que todos me vean; que alguien, quien sea, se apiade de mí y me ayude, me dé una mano; pero no. ¡Son todos tan indiferentes! ¡El mundo es tan indiferente!…

De pronto oigo que se abre la puerta de la oficina. Es el señor

– Perdón, ¿ya terminó?

Con una sonrisa que no salió, extiendo mi brazo y le entrego la hoja

El intransigente

– Buenos días, señor. ¿Qué va a tomar?
– Quiero un café irlandés
– Le pido disculpas, señor, pero no tenemos café irlandés
– Hágame la gauchada y pida que me preparen uno. ¿Puede ser? ¿Sí?
– No es una cuestión de buena fe, señor…
– Por favor le pido. Soy un hombre grande, un jubilado. Lo único que le estoy pidiendo es un café irlandés para tomar junto a la ventana. Vamos. Hágame el favor
– Señor…
– Pregunte en la cocina, por favor. Para un pobre viejo
– Bien. Aguárdeme, por favor…

– Disculpe, señor. No pueden sacar un café irlandés
– ¿Será posible? ¿Por qué?
– No preparamos ese tipo de café aquí. Ya lo consulté
– ¿Y qué tipos de cafés preparan entonces?
– Le puedo mostrar la carta
– No quiero la carta. Quiero un café irlandés ¿Quieren que vaya a preparármelo yo? Café, whisky y crema. ¡Será posible…! ¿No es una cafetería esto?
– Le puedo ofrecer otras opciones ¿No quiere ver la carta?
– A ver… deme… “Vainilla Latte Espresso”, “Mocha Blanco Avellana”, “Cinnamon Dolce Latte”, “Skinny Caramel Macchiato”. ¿Usted me está tomando el pelo? Esto parece el catálogo de una heladería. Yo quiero tomar café.
– Es lo que podemos ofrecerle. ¿Qué va a querer?
– Un café irlandés